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03/04/2025

LA CARTA: UNA HISTORIA DE FUTBOL, MALVINAS Y EL VALOR DE LA AMISTAD

En este 2 de Abril, dónde todos los argentinos recordamos a nuestros combatientes, desde este portal lo haremos con un cuento de Santiago Sposato extraído de su libro "Cuentos Fantásticos del Rey de Copas". ¡Gloria a nuestros Héroes!

Por Redaccion


Las caras de concentración de cada jugador hablaban por sí solas. Era ese momento en que las palabras no podían expresar lo que pasa por la cabeza de cada uno. El mundo estaba pendiente de ese partido. Millones de personas expectantes desde sus casas a través de los televisores. Solo 62.000 tenían la suerte de vivirlo en persona. La cita era en el estadio Olímpico de Tokio.


Independiente jugaba contra el Liverpool la final de la Intercontinental. Era el 9 de diciembre de 1984, el campeón de la Libertadores versus el de la Copa de Campeones de Europa. Los dos mejores del mundo, frente a frente. Los equipos ya están estaban rumbo al campo de juego. Los diablos tienen un equipazo, con muchísima experiencia. Pero también con juventud: José Percudani y sus 19 años están en una Final del mundo.


Un año y medio antes, solo soñaba con debutar en la primera del Rojo. Y hoy, está en el otro lado del mundo siendo el nueve titular en uno de los partidos más importantes de la historia de Independiente. El panorama en las tribunas no era similar al que estamos acostumbrados en los estadios de la Argentina.


Los cantos de los cientos de hinchas que llegaron desde Avellaneda, eran tapados por un insoportable ruido de miles de cornetas que durante los 90 minutos soplaron los japoneses que estuvieron en las plateas. La pelota está en el círculo central. El árbitro brasileño se llevó el silbato a la boca para dar comienzo a la Final de la copa. Y ahí están ellos dos para hacer el saque inicial. Bochini, el héroe de la Intercontinental de Independiente frente a la Juventus; y Percudani, el pibe que dos años atrás jugaba en la octava.


Era una guerra futbolística. Una de esas batallas con pocas situaciones de gol, donde hay que aprovechar la oportunidad cuando se presenta. Y eso hizo Independiente a los 6 minutos del primer tiempo. Marangoni se disfrazó de 10, y le metió un pase a espaldas de los defensores rivales a Percudani. Sí, el pibe de 19 años.


El orgullo de Bragado, su ciudad natal, estaba mano a mano con Bruce Grobbelaar, un arquero que metía miedo de solo tenerlo enfrente. Pero temor solo tienen los que no se animan a dar ese paso que te puede cambiar la vida. Y eso lo sabía Mandinga, el de apodo de diablo. Tenía que resolver todo en una milésima de segundo, mientras millones de personas lo miraban desde distintos lugares del planeta. Y su pierna izquierda hizo lo que nadie esperaba en un momento así: pensar. La jugada pedía un toque con la cara interna de la derecha al palo más lejano, pero su potrero le avisó que no era por ahí. La zurda decidió que no había tiempo para otra cosa, el arquero se acercaba cada vez más y parecía imposible encontrar un hueco para que esa pelota descubra su camino. Había que dejarla ir, avisarle que lo mejor era no seguir juntos en ese momento. Se despidieron sin nostalgias, sabiendo que era lo mejor para los dos. Que no era un adiós, sino un ‘hasta luego’. Ese botín la vio partir con lágrimas en los ojos. Ya estaba a bordo rumbo a su destino. Y no tardó en llegar, tal como lo había prometido en ese último beso. El viaje ya llegaba a su última parada, la red. El arquero miraba desde el piso como su esfuerzo fue inútil. Los ingleses observaban con los brazos en jarra al pibe que arrancaba su carrera. Con la cara llena de gol, igual que esas millones de almas rojas que estaban alrededor del mundo. Sus compañeros ya corrían detrás de él para ese abrazo interminable.


Y ahí empezó otro partido. El que se juega con los pies, pero sobre todo con la cabeza. El de los gritos incesantes del Pato Pastoriza desde la línea de cal. El de Enzo Trossero y Hugo Villaverde frenando a las torres inglesas. El del sacrificio de Burruchaga y Giusti para colaborar con sus compañeros. El de Marangoni, haciéndose dueño del mediocampo. El del Bocha, Barberón y Percudani, esperando el error rival para salir de contra. El del loco Enrique y Clausen clausurando los laterales. El de Carlos Goyén bajando todas las pelotas que pasaban cerca de sus tres palos. El del Orgullo Nacional, pisando fuerte una vez más en tierras lejanas. Independiente Campeón del Mundo por segunda vez en su historia.


La alegría de un pueblo que agregaba una copa más en sus vitrinas. La vuelta al país fue inmediata, todos querían festejarlo con sus seres queridos. Cada uno era profeta en su tierra. Imaginen lo que fue la vuelta a Bragado para el autor del gol. Un hogar bien diablo. Hijo de un pintor, fanático del Chivo Pavoni, y de una madre que lo consentía en todo. Con uno de sus hermanos siempre jugaban a ser Bochini y Bertoni.


Los Percudani por fin cosechaban los frutos después de tantos años de esfuerzos. Más de diez cuadras de caravana recibían al verdugo del poderoso Liverpool. Ahí estaba su familia, sus amigos de toda la vida, sus maestros de la escuela, sus primeros entrenadores. Todo un pueblo recibía al campeón. El festejo se extendió por muchas horas. Alzó niños, abrazó desconocidos y hasta saludó a mujeres que nunca le habían devuelto ni una mirada. Pero un reencuentro lo paralizó. La reconoció inmediatamente, era Graciela, la mujer de su amigo del alma, Martín, su compinche de infinidad de travesuras infantiles. Y con ella, una nena que tendría un poco más de dos años. Pero “Pelito”, así le decían a Percudani en la infancia, y “el Tincho” nunca se pudieron volver a abrazar.


En abril de 1982, Martín fue uno de los miles de jóvenes que tuvieron que poner el pecho por su país en la guerra de las Malvinas, que enfrentó a la Argentina con Inglaterra. Sin experiencia ni entrenamiento militar, y con una novia embarazada, le tocó ser parte del Regimiento de Infantería Nro. 4 y nunca regresó. La suerte de Percudani fue otra: hizo el servicio militar durante la Copa Libertadores de ese año y tuvo la fortuna de tener un Comando en Jefe fanático de Independiente que le permitía ir a jugar. Un Mandinga quebrado por la emoción, le dio a esa pequeña niña y a su madre el abrazo que nunca más pudo darle a su amigo. Se puso a su disposición para lo que necesiten y miró al cielo buscando un guiño cómplice para aquel compañero de aventuras.


Esa noche, José no podía dormir. Daba vueltas en la misma cama que lo vio crecer. No podía dejar de pensar en la hija del amigo. Se sentó en su viejo escritorio y empezó a revisar los cajones, como queriendo encontrar una foto de ellos dos. Aparecieron algunas de cuando jugaban en Defensores del Bajo y otra pescando en la laguna de Bragado. No eran suficientes, necesitaba más, su sentimiento de tristeza era muy grande. Abrió el último de los cajones y solo vio un sobre que no parecía tener muchos años, pero estaba escrito y perfectamente cerrado. Lo primero que vio en el frente fue su dirección y su nombre completo, era para él. Al dorso, solo un sello del Ejército Argentino. Esos años casi ni había pasado por Bragado, imaginó que esa correspondencia le habría llegado mientras estaba jugando en Independiente y sus padres se la guardaron sin prestarle mucha atención. Pero por un momento creyó reconocer la letra con la que estaban escritos sus datos. No estaba seguro, pero un escalofrío recorrió su cuerpo. La abrió con el mayor de los cuidados, quería confirmar si sus sospechas eran ciertas. Se sentó al pie de la cama, y con una mezcla de miedo y ansiedad abrió esa hoja rayada doblada en tres. El primer golpe de vista le llenó los ojos de lágrimas. En la soledad de su habitación, sentado al pie de su cama, se armó de valor para empezar a leer lo que no era una carta más:


Malvinas, 10 de junio de 1982 Querido Pelito: No sabes cuánto extraño nuestros picados en Bragado, salir corriendo con las manzanas del árbol de la vecina, ratearnos de la escuela para ir a pescar a la laguna y tantas otras cosas que no veo la hora que volvamos a hacer algún día. Me tengo que apurar antes de que seas famoso. Espero que la sigas rompiendo en Independiente. Acordate que cuando debutes en Primera me prometiste una camiseta. Sueño con que algún día te toque hacer un gol importante y gritar “ese es mi amigo” mientras me abrazo con algún desconocido. Por el momento, lo único que esperamos acá es que todo se solucione para volver lo antes posible. El problema no son los ingleses sino la monotonía de todos los días, comer cada 24 horas, dormir en un pozo húmedo, etc. Eso es solamente lo que nos está agotando y embolando. Pero yo voy a volver para abrazarte y verte jugar la Libertadores. No te puedo escribir mucho más, ojalá te vea pronto Peli querido. Este partido contra los ingleses lo vamos a ganar. Y el gol lo voy a hacer yo, ja. Te quiero amigo. Tincho


José estaba destruido. Volvió a mirar la fecha de la carta. La había escrito un día antes de ser alcanzado por las balas de un fusil inglés y perder la vida junto a otros diecinueve jóvenes argentinos en la Batalla del Monte Dos Hermanas. Necesitaba honrar la memoria de su amigo, se sentía en deuda. Era casi la una de la mañana, agarró una linterna, la bicicleta del hermano y se fue directo al cementerio de Bragado. No le costó mucho saltar esa reja que estaba a menos de metro y medio de altura; prendió la linterna y fue directo al panteón destinado a los bragadenses que dejaron su vida en las islas.


Y ahí estaba su chapa de bronce en la tierra: “Martín Tejera, Héroe de Malvinas 1964-1982 QEPD”. Lloró lo que nunca había podido llorarlo. En ese entonces, la noticia de su muerte se la había dado su madre por teléfono y eligió ocultar su dolor, no quiso mostrarse débil ante su entrenador de turno. Cuando ya no tenía más lágrimas en los ojos, se agachó, hizo un pequeño pozo de veinte centímetros en la tierra y sacó de uno de sus bolsillos la medalla de campeón Intercontinental. La puso en ese agujero en la tierra y la tapó mientras le decía: “Tenías razón, a los ingleses les íbamos a ganar con un gol tuyo. Hasta siempre amigo.”


Fuente: Cuentos Fantásticos del Rey de Copas

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