Qué nos pasa como sociedad que no se puede opinar o proponer algo distinto? Las personas prefieren más la hipocresía a la honestidad? Hay que callarse para pertenecer y ser aceptado?
Por Gabriela Guerrero Marthineitz
Hay algo que me viene resonando hace días.
Tal vez porque como comunicadora, y sobre todo como persona, me resulta difícil aceptar que los espacios que deberían estar hechos para dialogar se conviertan en arenas donde se castiga la voz que piensa distinto.
No hablo solo de un grupo o de una institución en particular, hablo de algo más grande, más profundo, más extendido.
Hablo de esta época en la que proponer parece molestar, y en la que la sinceridad se confunde con rebeldía o con falta de respeto.
Hace poco, participé de una conversación en una organización/ empresa.
Propuse algo simple, una manera diferente de comunicar, de organizarnos, de hacer las cosas con más transparencia y claridad.
La intención era sumar, aportar desde la experiencia y desde el cariño que uno siente por los espacios que elige integrar, pero las respuestas que vinieron no fueron las que esperaba.
No hubo recepción, ni escucha, hubo malestar.
Como si preguntar, sugerir o pensar más allá de la estructura fuese un acto de desafío.
Y entonces me quedé pensando: ¿por qué proponer molesta?
¿Por qué la falta de hipocresía incomoda tanto?
Creo que tiene que ver con el miedo.
Con el miedo a mover lo que está quieto, a cuestionar las rutinas que ya no funcionan, a dejar al descubierto lo que preferimos esconder debajo de la alfombra.
Porque cuando uno propone una mejora, no está señalando a nadie: está iluminando una zona que estaba en sombra.
Pero claro, la luz también muestra el polvo.
La sinceridad incomoda porque exige autenticidad y la autenticidad pide coraje.
En cambio, la complacencia es más fácil, no genera conflictos, no incomoda, no desarma estructuras; pero tampoco construye nada.
Vivimos en una cultura donde parecer amable vale más que ser honesto, donde muchos prefieren el “sí señor” automático antes que arriesgarse a una mirada distinta y esa obediencia disfrazada de cordialidad empobrece los vínculos, tanto personales como profesionales.
El precio de no ser complaciente es alto: te volvés “la que incomoda”, “la que siempre pregunta”, “la que no se calla”.
Pero ¿no es peor el costo del silencio?
Callarse para pertenecer es una forma elegante de renunciar a uno mismo y yo no quiero eso.
No quiero ser alfombra, ni sombra, ni eco.
Quiero ser voz. Quiero poder preguntar, disentir, debatir con respeto, sin miedo a herir susceptibilidades, porque el respeto no se demuestra callando, sino hablando con altura, sin doblez, con la intención clara de aportar.
La hipocresía puede sostener un sistema, pero jamás construye un vínculo.
Y si en los espacios donde debería haber diálogo solo hay aprobación automática, entonces no hay comunicación: hay obediencia.
Tal vez sea hora de volver a valorar el disenso como forma de crecimiento, de entender que quien propone no está atacando, que quien cuestiona no está destruyendo, y que quien dice lo que piensa no busca protagonismo: busca coherencia.
Yo creo en los espacios donde se puede disentir sin ser descartado. En los grupos donde la palabra circula sin miedo, donde las ideas se escuchan antes de etiquetarlas.
Porque un ámbito donde nadie se atreve a proponer, a cuestionar o a decir “esto podría hacerse mejor”, es un ámbito que deja de evolucionar.
Y no hablo solo de instituciones o colectivos profesionales. Hablo de la vida misma, de las empresas, de los equipos, de los vínculos, de las amistades.
En todos los espacios se repite el mismo patrón: el que se atreve a decir lo que ve suele pagar el precio de la incomodidad ajena.
Pero prefiero eso. Prefiero incomodar antes que callar.
Porque los silencios cómodos son los que sostienen la mediocridad, y las voces que incomodan son las que empujan el cambio.
A veces, el precio de ser coherente es caro, pero el costo de traicionarse es mucho más alto.
Y vos, que preferís?
Hasta la próxima!
La Señora del Lujo Silencioso
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